Este proyecto, que ha germinado y viene caminando mucho antes de que Patio de Tierra tomara forma, es el reflejo de un sueño, de un deseo profundo que ha cambiado de colores y formas infinitas veces. Pero el nombre no llegaba, aparecían algunas opciones, pero ninguno me convencía. Hasta que un día, recordando algo de mi infancia, ha nacido este nombre, que más que haberlo elegido yo siento que él me ha elegido a mí.
Para que me entiendas hace falta contarte que yo tenía una bisabuela que vivía en el campo de Santiago, en Salavina, lo que se dice en medio de la nada, o sea, en medio del monte. Y con la familia íbamos a visitarla y nos quedábamos algunos días que, para mí, eran días en el paraíso.
La casa había empezado siendo pequeña y, con el tiempo, se había ido ampliando para alojar a la familia que crecía. Pero lo que más me gustaba estaba en «el fondo», pasando una puertita y yendo por un pasillito se llegaba a un espacio enorme, donde había árboles, gallinas y pavos, una represa con patos, y algunas dependencias de la casa. Ahí también estaban los perros grandes, los que cuidaban la casa. Más que nada, espacio libre. Y ahí es donde podía moverme, jugar, correr, sentir el sol y el viento.
La naturaleza me invitaba a explorar, a conocer, a investigar. A veces, me iba fuera de la casa y me metía por los caminitos de vacas y caballos, perdiéndome y encontrándome en medio de jumes y quimiles.
La imaginación y la creatividad reinaba en los juegos porque todo tenía que ser creado: el barro era nuestra materia prima para hacer casas, tortas, comidas, puentes; la tierra finita era harina, las hojas de algarrobo eran queso rallado, los pocotos eran los confites de la decoración o los fideos del guiso.
Por las tardes vivíamos el alucinante show de alimentar a las gallinas. Nos acercábamos con una latita llena, haciendo ruido, y de la nada salía un batallón de gallinas desesperadas por la lluvia de maíz que se venía.
Uno de los juegos más lindos que jugábamos con mis hermanas y primos era buscar las 7 maravillas. Se trataba de buscar objetos que, por algún motivo, nos parecieran maravillosos, por ejemplo, un huevo azul, una pluma tornasolada, ramas entrelazadas, un «cuerito» de coyuyo… A veces jugábamos en equipo y a veces solas. Y al final se comparaban las maravillas, a ver cuáles eran las más maravillosas. Para jugar este juego no sólo hacía falta investigar y recorrer el espacio sino también (y lo más importante, creo yo) permitirse la sorpresa. Porque una rama torcida entre mil ramas pasa por una más, no es gran cosa, pero si por algún motivo me sorprende, se convierte en una maravilla.
De todo esto, creo que lo más hermoso era que las reglas de la ciudad no existían. Nos vestíamos con la «peor» ropa que teníamos, con combinaciones ridículas para la moda imperante. Las risas eran a las carcajadas, sin decoro. El pelo nos brillaba de mugre porque no había suficiente agua para lavarse seguido, pero a nadie parecía importarle. A veces, cuando había viento, una capa de tierra finita nos cubría la piel y entre el calor y la tierra nos hacíamos milanesas.
En la casa de mi nona en el campo las profesiones de lxs adultxs no existían, eran todxs personas buscando compartir, reírse, acompañarse en ese recreo de la vida. A la hora de comer se ponía lo que había en la parrilla y de ahí en una mesa, así, sobre la tabla, y cada unx, tenedor en mano, pillaba lo que encontraba sin necesidad de platos, servilletas o manteles. Aunque mi nona siempre se había resistido a ser «del campo», conservando costumbres y usos urbanos, el campo ofrecía a quien lo quisiera ese espíritu liberador, ese espacio en donde nada del «deber ser» importaba, donde cada unx se animaba a mostrarse, aunque sea un poquito, de forma más auténtica. Y todo esto pasaba en los patios de tierra de mi nona. La libertad, las búsquedas, el encuentro, el asombro, el compartir.
Por supuesto, no todo era armonía y felicidad, también ahí se manifestaba la vida en su crudeza.
Para mí, el campo ofrecía la posibilidad de existir de forma honesta, sin aparentar, sin la hipocresía cotidiana, que volvía al momento de subirse otra vez a los autos y emprender el camino de regreso.
Ese campo era sinónimo de libertad. Cuando llegábamos, sentía que todas las ataduras de la ciudad caían y que me esperaban días de aventuras, de asombros, de magias.
Tengo que admitir que siempre me han costado las convenciones sociales, que a muchas no las entendía ni las entiendo, pero que, en lo cotidiano, no encontraba mucho espacio para diferenciarme o explorar alternativas sin ser señalada o criticada negativamente. El problema era que me había ido al otro extremo cumpliendo con cada exigencia social de la forma más exigente posible, buscando ser la mejor en todo lo que emprendía, muchas veces con enormes logros pero con un costo terrible.
Volviendo al nombre, me acuerdo perfectamente el día en que me he dado cuenta de que mi proyecto se tenía que llamar Patio de Tierra, porque mis búsquedas tenían que ver con todo lo vivido ahí. Quería crear un espacio que aloje experiencias desde la libertad creativa, desde la honestidad con unx mismx, desde la posibilidad de mirar y escuchar más allá de las apariencias y lo que se espera que se diga, se haga, se sienta.
Quería que todxs puedan acercarse a ese paraíso que ha sido para mí el campo de mi nona. Así, nace entonces mi Patio de Tierra.
En ese momento vivía en una casa de la ciudad, con el anhelo de algún día quizás poder tener mi pedacito de tierra. Y, por movimientos de la vida que hasta hoy me parecen ajenos a la razón, hace algunos años que vivo junto a un patio de tierra, con mi familia y mi comunidad.
Un patio que , de a poquito, se va llenando de historias y se nutre para ser sostén de encuentros, de amores, de aprendizajes, de lazos, de vida.
Un patio que se presta fértil para guardar mi historia, cual semilla, para que, de ahí, brote la magia.


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